lunes, 5 de enero de 2015

UNA NOCHE DE REYES

Era una noche fría y amenazaba lluvia, como tantas noches de Reyes que recordábamos de nuestra mocedad. Hacía poco que, con la adoración de los Magos en el que fue el primer cabildo de la isla, había finalizado la tradicional cabalgata de la ciudad, una de las más antiguas del país. Quedamos en una conocida cervecería alemana frente al malecón, a la altura de unos balcones típicos, precisamente donde antaño las parejas trazaban sus sueños contemplando en el horizonte como el alba iluminaba el día. Era más que una simple cita. Llamémosle encuentro, porque encontrarse supone dar con alguien al que se busca, y nosotros, aunque nos habíamos llamado para fijar la cita, llevábamos mucho tiempo buscándonos, persiguiéndonos mutuamente sin advertirlo siquiera.

Hacía varios años que no nos veíamos, así que necesitábamos contarnos tantas cosas que casi no probamos bocado. Fue una cena frugal sin pretenderlo, aunque, con las copas, no ocurrió lo mismo. Bebimos vino sin mesura y acompañamos la sobremesa con varios vodkas con limón que nos recordaban aquellos primeros combinados de juventud que nos descubrieron la noche cuando apenas entendíamos el día.  Nos contamos la vida en un momento, y nos hicimos ingenuamente partícipes de la felicidad que en apariencia disfrutábamos: trivial e inconsciente.

Decidimos ir luego a jugar a los dardos. Quizá ya no dábamos el prototipo del imberbe jugador de dardos, pero era este un juego que también nos traía buenos recuerdos y que a ambos nos gustaba practicar, y sobre todo compartir. Andábamos los dos rozando los cuarenta años, así que, como nos dice Carl Jung, era un buen momento para hacer un primer balance de nuestra existencia, aunque este psicólogo suizo lo llame, más técnicamente, “proceso de individuación”. En eso nos sumergimos las horas siguientes casi sin darnos cuenta. No hubo secreto que no compartiéramos, tampoco hubo anhelo que no explicitáramos. Fue un encuentro para la confesión más íntima, para la tierna complicidad y para la comunión de sentimientos. Nada extraño, en cualquier caso, en una amistad auténtica como la nuestra.

Pero entonces no nos descubrimos tan felices como pensábamos, ni tan dichosos como nos proclamábamos. Caímos en la cuenta de que la felicidad no podía ser una simple emoción efímera o inconsciente, porque advertimos que nuestras vidas, pese al éxito y al reconocimiento que supuestamente las adornaban, no las habíamos elegido nosotros, sino que nos habíamos dejado arrastrar por la corriente, hasta en la forma de amar. Que todo no se podía dejar al karma.

Abandonamos aquel bar cuando ya las puertas cerraban su última hoja y, sin convenirlo, como empujados por el hábito, nos encaminamos hacia su antigua casa. Pero apenas habíamos dado los primeros pasos, algo desde nuestro interior nos forzó a parar, y de inmediato nos volvimos en dirección al otro para mirarnos. La mirada fue intensa y profunda, como aquellas que, una vez en la vida, nos envuelven el corazón y nos abrazan el alma. Era el momento de decidir sobre nuestros destinos: de nadar contracorriente si era lo que de verdad queríamos, de caminar por un sendero distinto si así lo requería nuestro propósito, de alterar el sino de los números si nuestro dharma era otro diferente.

Resolvimos entonces acercarnos al malecón y, divisando el horizonte en una noche de luna llena, dibujar juntos un sueño de Reyes que no nos atrevíamos a asumir hasta ahora: que los caminos de nuestra felicidad eran múltiples, que en todos ellos podíamos encontrar nuestra cuota de alegrías y de tristezas, pero que nos equivocábamos si no elegíamos el mismo sendero, la misma ruta, porque ese designio había sido nuestro gran error. Por eso, no se nos ocurrió otra cosa que garabatear ese deseo en un papel, introducir este en una de las tantas botellas que el "botellón" había dejado regadas por el lugar y tirar esta al mar. Era nuestra particular carta a los Reyes Magos, mas no les pedíamos nada, simplemente se lo comunicábamos.

* Fotografía: Fer Rodríguez Sánchez

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