Muchas veces puedes estar bastantes años cerca de otra persona,
incluso compartiendo parte de tu vida, y no llegar nunca a reconocerte en ella.
Esto sucede sobre todo porque los respectivos caminos avanzan paralelos y jamás
se cruzan. Por eso conocemos a mucha gente desde tiempo inmemorial con la que,
con cierto estupor, comprobamos que el afecto, la amistad o la empatía apenas
existe, así como a parejas con años de coexistencia, aparentemente bien
avenidas, en las que, en realidad, predomina el maltrato físico o psíquico, o
incluso el desprecio. Y ya sabemos que este es el reverso del amor, y no el
odio. La explicación, como decimos, es bien sencilla: en sus caminos no hay
intersecciones, ni puentes que los comuniquen, es decir, no figuran rutas
perpendiculares que unan los trayectos, que aúnen los destinos. Conviven
incluso, pero nunca se han encontrado.
Sin embargo,
ocurre también en otras tantas ocasiones que conocemos a alguna persona que
pronto conecta con nosotros, con la que apenas necesitamos tiempo para
testarnos próximos, para identificarnos como cercanos, para confiarnos sin
límites. Esto pasa porque, en este caso, ambos caminamos por el mismo sendero,
por lo que el roce es lo habitual, y el abrazo el mejor atajo. Como asegura Coelho,
estas vidas no se acercan a ti para que les abras puertas a las que nunca
pudieron acercarse, porque la única puerta importante que quieren abrir es la
de tu corazón. Con ellos compartimos momentos, nos tropezamos con frecuencia, y
circunstancialmente hasta nos molestamos, pero no hay duda de que andamos en el
mismo sentido y dirección, por la misma sirga. Con el tiempo, terminan por ser
nuestros mejores amigos, nuestros amores más profundos, nuestros "amarillos"
auténticos. Solo el ritmo con el que caminamos nos aleja o nos acerca a
ellos, algunos, aún sin conocernos, nos
aguardan en la trocha, despejándonos parte de la maleza.
Sucede,
finalmente, que a veces dos personas andan senderos paralelos durante mucho
tiempo, no se tocan y apenas se ven, pero este paralelismo resulta engañoso,
porque en realidad estas personas están destinadas a encontrarse, a reconocerse
en algún instante de sus vidas. Las sendas que recorren separados son largas, sinuosas tal vez, pero antes del final del
trayecto un desvío -apenas garrapateado en el mapa- las une, o todavía a mitad
del mismo los caminos se cruzan. O simplemente lo que pasa es que las dos
almas, sin saberlo, sin advertirlo siquiera, seguían un destino común, por lo
que en un determinado momento sus trayectorias se solapan. Y un día, una
palabra propicia, una mirada insospechada o un encuentro fortuito nos descubre
al otro en su verdadera dimensión y acaba por enganchar las vías. Son amistades
o amores que nos sorprenden, porque parecían surcar mares lejanos, rutas en
apariencia divergentes, pero realmente solo necesitaban de un puente, de un
puerto común para proyectarse, para acompañarse, para enamorarse quizás.
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